Recuerdo bien nuestros juegos.
Empezaron siendo nocturnos.
En noches calurosas de verano. Luego se ampliaron en tiempo y espacio.
Dibujábamos momentos de quietud y densidad, como sacados de una de las obras de Tennessee Williams, con un ambiente sofocante en el que se palpa la humedad y el olor a sexo y deseo.
Podía captar su humedad. Incluso su aroma, a pesar de la distancia. Notaba como todo ello estaba originado por tenerme a mí al otro lado. Ella no es así, o al menos, no era así. La idea bailaba en su cabeza, y aunque no la dejaba ver, yo era capaz de verla. Hasta entonces, nunca creí que fuera posible semejante realimentación, sin contacto visual, físico, sin cercanía. Y ella tampoco. Tuvimos que cambiar de parecer, los hechos no admitían matices en ese aspecto. Así que no era así, pero empezó a serlo, y no sólo no quería evitarlo, es que no podía hacerlo. Aunque prefería pensar que lo que hacía era por voluntad propia, sabía que no era así. Y que yo lo sabía también.
Eso era lo que más le ponía, la conciencia clara de la inevitabilidad. Es curioso como lo que parece secundario es en realidad la causa primera de la excitación, el deseo y el ansia. No era en su caso tanto lo que le pudiera obligar a hacer sino el saber que no podría evitar que lo hiciera. Fuera lo fuera. Con el tiempo, ese fuera lo que fuera llegó a ser casi infinito. El bucle que nos realimentaba parecía no tener fin, y amenazaba con tragarse toda la energía del universo.
Llego a hacer cualquier cosa que se me pasara por la cabeza. En cualquier momento y lugar. Algunas, rozando el límite de lo explícito, aunque cualquier espectador que tuviera una visión entrenada se daría cuenta al instante de lo que estaba ocurriendo.
Y fue así como pasó de no querer decirme, por vergüenza, de qué color
llevaba la ropa interior a masturbarse pegada a un ventanal con las
tetas pegadas al cristal, asomada a una calle con considerable presencia
de transeúntes. La vecina de la puerta de lado, la mujer que trabaja ahí a la vuelta, la que va a comprar o a hacer sus recados. La rubia voluptuosa a la que más de uno, y más de una, quiere follarse, va paseando con el coño mojado, los pezones disparados y sin ropa interior, pendiente de qué le va a tocar a hacer.
Menos mal que ella no era así.