Desayunamos juntos casi a diario. Y eso es lo que sabemos el uno del otro. Bueno, hay datos contingentes que también compartimos, como es la hora de desperezarnos, el gusto por el café al aire libre, ligeros de ropa, apurando el frescor de la mañana leyendo cada uno quién sabe qué, ella con un cigarro, yo no.
Hace años ya que vivimos frente con frente. Como con algunas otras cosas, la quietud encerrada a la nos obligó la pandemia fue la que nos hizo tomar conciencia de nuestra existencia. Hasta entonces, no creo que fuéramos capaces de reconocernos fuera de nuestro escenario matinal. Pues ese es el lugar que en cierto modo compartimos.
Su balcón al sol de levante es una tentación insuperable, y así, ya desde las fechas más amables de la primavera aprovecha para adquirir un moreno bronceado que pronto se fija en su extremadamente blanca piel. Inmersa en un juego de exhibición cálida y práctica, adopta la pose necesaria para que no haya espacio de cintura para abajo que no quede expuesto a la agradable radiación solar. Sus piernas desnudas, en ocasiones cubiertas hasta donde llegan un camisón corto o una camiseta larga, se ofrecen en un esplendor luminoso al que los aromas exhibicionistas que la adornan añaden matices que quedan a la discreción del observador.
Sé, ambos sabemos, que fuera de ese escenario la magia de estos momentos carece de todo fundamento, y quizá es mejor así, pues aparte de la complicidad breve de cada mañana, los mundos de cada uno siguen órbitas diferentes que difícilmente ofrecerán mejor aproximación que en esos instantes disfrutamos.
La sonrisa con la que cada uno se levanta a comenzar el resto del día es la prueba de ello. Y no necesitamos nada más.
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