Pero
mucho mejor. Cuando se conjugan virginidad y experiencia sin que
ninguna condicione a la otra, de la forma tan natural en la que se da,
las posibilidades se entrelazan en un abanico de infinitos matices. Y
además, desfilan ante los ojos, mostrándose sin recato alguno, a la
espera de ser vistas, observadas, escogidas, saboreadas, usadas. Sólo es
pecado no atreverse, no escoger, no tomar, no hacer ser.
Virgen. Un rincón virgen entre tan amplias vivencias. Transitado mil
veces, puesto en juego mil veces, usado mil veces, y sin embargo, en
ciertas lides, virgen. En el deseo se entremezclan curiosidad y
perversión, imaginación y certeza, determinación y límites, reposo y
extremos, y, por encima de todo, la comunión de esa faceta de nuestros
caracteres que ama el placer.
El tiempo es aliado de ambos. La complicidad, el soporte. La
convergencia inconfesable, el alimento. La excitación, el síntoma. La
consumación, el fin. Y así, poco a poco, sin prisa, con convencimiento y
un estímulo siempre presente, pero nunca constante, ora reposado, ora
desbocado, a veces suave, a veces intenso, va tomando cuerpo la
conquista de un nuevo uso del cuerpo, a instancias del carácter, la
fantasía y los deseos. Los deseos, varios, alineados, incontenibles,
unidos, indefinibles y a la vez concretos. Y todos ellos explotan una
vez los labios abrazan con infinita fuerza más allá de la muñeca,
mientras desde el interior parece surgir una tensión que lucha entre
absorber y expulsar, entre seguir y ceder, viajando de un extremo a otro
de la relajación de permanecer a la de terminar.
Tan bueno como si fuera nuevo. Y mejor aún.
Es delicioso que hasta la virginidad sea susceptible de ser creada.
Siempre hay terrenos a explorar y conquistar, no importa lo que se conozca ya.