El
bamboleo es inconfundible. No se trata del desplazamiento de masas de
las tetas grandes que aún conservan turgencia por la solidez que
mantienen la piel, la carne y la materia que recubren, por supuesto el
antinatural y robótico vaivén de inmensidades implantadas y soportes
atirantados.
No, ese delicioso movimiento oscilante que trae y se alimenta con
cada paso es líquido, rítmico, denso, armónico, se debe a sendas ubres
llenas de leche. Una cadencia que cualquiera que lo haya visto alguna
vez, no puede olvidar jamás. O no debe.
Es todo fluidez. Y dentro de ella, admite tímidamente que no sabe
hacer manar el tesoro que amenaza con hacer estallar tan singulares
volúmenes, tan brillantes que a veces un rictus de dolor asoma en su
gesto, pues no tiene costumbre de tamaña inmensidad. Y es que lleva tres
días sin vaciarlas, cuando su ritmo es de al menos dos veces al día.
Y así se presentó ante mí, con goteando por ambos pezones, manchado
el vestido con un cerco inconfundible y la necesidad de alivio
inmediato. Pero no sabía hacerlo por si misma sin medios mecánicos.
Puse mis manos bajo el tentador volumen. ¡Dios mío, qué momento tan
especial, vaya forma de disfrutar!. Acaricio suavemente, con mimo,
dibujando la en el aire el movimiento de esa plenitud curva, natural y a
la vez fuente de perversidad ilimitada. Poco a poco, voy soportando su
peso, haciendo mío el ritmo, a la vez que capturo el gesto de ella, el
momentáneo alivio al notar que la tensión decrece en su pecho, mientras
disfruto del tacto que me ofrecen, de la respuesta a la presión, tan
leve, y que sin embargo tiene su efecto en el caudal del goteo.
Goteo lúbrico, lujurioso, incitante, que alcanza un pequeño clímax al
recoger con la punta de la lengua tan delicado néctar. El efecto es
inmediato, y la aureola se hace más rugosa, a la vez que crece aún más
el pezón.
Me entretengo un rato con ese juego, antes de rodear con los labios
uno de ellos y empezar a succionar. Ella cierra los ojos, y se mezcla en
su gesto la excitación intensa con el alivio que supone comenzar a
drenar la inmensidad líquida que la tortura.
Tras unos breves segundos, gozando alternativamente de ambas fuentes,
la llevo ante un espejo, y me pongo tras de ella, agarrando con firmeza
ambos senos.
Me mira asustada a través del reflejo, mientras le susurro al oído:
"Así que no sabes aliviar manualmente esta presión. Vas a aprender. Observa bien"
Con sendas presas en la infladas tetazas, masajeo con firmeza por
encima de la aureola, levantando y tirando lo necesario de ellas. Y se
produce el efecto deseado. De cada pezón surgen los chorros que liberan
la tensión, con cuatro hilos en uno y tres en otros, a la vista de su
mirada asombrada, aliviada y obscena.
Se mancha el cristal, gotea abundantemente de la punta de mis dedos, y
aunque no tengo más manos para comprobarlo en ese instante, no es la
única zona de su cuerpo que gotea.
Diez minutos después, la turgencia a cedido algo, no demasiado, y la
necesidad de ser ordeñada ya no es perentoria. Pero aún queda mucha
leche que disfrutar.
Es hora de que me prepare el té.