Sus imágenes parecían valer por mil palabras. Tan sugerentes, incitantes, calculadas, delineadas con sumo cuidado, gusto y precisión.
Y todas las palabras eran adecuadas, acordes al aroma que desea transmitir. Atractivo inevitable, desde luego. Siempre el mismo relato, sin que sobrara o faltara una coma.
Un día, una imagen dijo mil y una palabras. Sólo una más. Pero resulto que la nueva dejó sin sentido a todas las demás. Y el orden elaborado de aquel discurso perfecto quedó destruido en un breve instante.
El tiempo que se tardó en oír la única palabra que era necesario escuchar.
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