Veo en una esquina las formas, enmarcadas en blanco y negro. El pelo
recogido, siguiendo la continuidad de las curvas, tan fluídas que
recuerdan a las reglas de dibujo de formas tan extrañas que usaba en el
colegio. El ambiente es denso, tormentoso, fresco y mientras suena la
melodía desgarrada y torrencial de fondo, se compone un cuadro
diferente, extremo, dentro de la aparente normalidad.
Las nubes cargadas, oscuras, enredadas con el sonido tórrido, las
formas voluptuosas y serenas, el aire revuelto y fresco, generan una
amalgama con una química especial. Una química que nadie a mi alrededor
parece observar, absortos y concentrados en salir los primeros del
semáforo, del metro, en la parada del autobús, en el quiosco o en el
bar. La absurda competencia de la ciudad por no perder un segundo choca
con ese océano de calmas intensas que confluyen a través de mi mirada.
Girl in black, tortuosa, visceral, al ritmo de una mañana con color
otoñal, me trae un reflejo de desespero vagando el ocaso por las calles
de París como una alegoría mía, al tiempo que el frescor del aire del
Retiro hoy no trae el acostumbrado sabor dulzón de las mañanas
calurosas, aplacando en parte la sensación de esa inevitable
descomposición que el paso de cada día modula imperceptiblemente, al
tiempo que se esbozan los estragos que desembocan en una figura ya casi
ce patriarca varado. Por delante de mí pasa una mujer imponente,
espléndida, a la que la falta de estilo con ese inapropiado vestido de
veinteañera le hace mostrar de un modo más acusado las diferencias entre
lo que fue y aún infantilmente pretende ser.
Suspiro, aliviado, de saber que mi decadencia no está subrayada por
la negación de querer ser lo que fui. Aunque en esencia, en pura esencia
entre extremos, el brillo de la mirada a veces me diga que sí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario