Desde luego, la extraña
situación que ahora mismo condiciona cualquier actividad ha tenido la
particularísima virtud de relativizar casi todo. Supongo que es natural
que venga de la mano de la sensación de estar asistiendo a la pérdida de
certezas que hasta ahora se antojaban inamovibles. Ni siquiera la
confianza permanece a salvo del cataclismo. Extraño cataclismo,
aparentemente envuelto en un velo de normalidad que en realidad ya no es
el que se conocía.
Por eso, cuando recibí aquel mensaje con dos días marcados y la
palabra “puedo”, un retazo de la vieja normalidad perfumó al instante el
ambiente. Y que se alinearan los astros para poder organizar, no sin
esfuerzo, lo que antes apenas requería una simple llamada, Por un
momento, todo volvió a ser como antes.
Llegado el día, como ocurría antes de todo, allí estábamos, frente a
frente, dispuestos a disfrutar del placer que ya conocemos ambos. La
mirada de tintes perversos tampoco había cambiado. Ni el lenguaje
corporal tampoco. No hacía falta decirlo, simplemente tomó mi mano entre
las suyas y esbozó una sonrisa. Una mano ancha, más bien grande, apta
para ciertos cometidos, y no tanto para otros. Sus ojos sonreían, y el
tamaño creciente de sus oscuros pezones no dejaban lugar a duda alguna
en su húmeda determinación.
“¿Cabrá?”, pregunté más por cortesía que por otra cosa, pues ella no tenía ninguna duda duda de que iba a ser así.
Asintió lentamente, formando un gracioso mohín con los labios que
contrastaba con la creciente expresión de perversa lujuria que la
invadía. Asintió, mientras abría las piernas y sin decir nada me
invitaba a comprobarlo sin dejar de mirarme a los ojos. Asintió, sin
soltarme la mano mientras comprobaba con la otra que, efectivamente,
parecía imposible que no pudiera entrar.
Se recostó en la cama, de espaldas, sin dejar de mirarme, sin
soltarme la mano hasta que abrió del todo las piernas. Entonces, me dejó
hacer, sin dejar de mirarme a los ojos. La mirada, clara de confianza y
turbia de excitación, me decía que ya era toda mía.
No necesité lubricante. Su propia humedad, que bajaba abundantemente
por sus muslos, fue suficiente. Los dedos entraron por orden,
empapándose concienzudamente, restregándose por su cálida y ofrecida
intimidad, así como el dorso de la mano, hasta la muñeca.
Entraban con asombrosa facilidad, uno, dos...cuatro, el pulgar abajo,
sin apenas forzar. Seguía mirándome fijamente, a la vez que su
respiración se agitaba, y el pulso aumentaba el ritmo. Me demoré,
ralentizando los movimientos, el ritmo con la que iba ensanchando su
abrazo, cada vez más firme y tenso. Pero no había ni un gesto que
denotara esfuerzo. Toda ella era placer y excitación. Y cuánto mayor era
la tensión, más placer había en su expresión.
Sin apenas esfuerzo, entró entera. Sólo en ese momento se permitió
cerrar los ojos. Y ni siquiera una vez que se acostumbró a tamaña
presencia, los volvió abrir. Probé a salir un poco, y la mano fluía
entre sus espasmos. Un leve movimiento de entrada y salida que fue
tomando amplitud y ritmo.
Se corría en silencio. Tan sólo abría los ojos cuando ocurría, y ante
mi mirada interrogante, asentía y continuaba con el movimiento. Pasó
por mi cabeza que probablemente podría incorporar a la otra mano al
juego, pero lo dejé pasar. Habrá más días, sin duda, en los que ir más
allá. Y notaba que estaba cerca el momento de acabar.
Paré el movimiento, y volvió a mírarme. Puso una mano sobre su pubis
para sentirme salir. Y se dejó caer desmadejada sobre la cama, mientras
lamía mi mano.
Antes de irnos, sonriendo, me miró y dijo. “Aún queda otro lugar que explorar.”
El cálido y apretado retorno acaba de comenzar.