No, este no es un escrito estimulante. No lo es pues está inspirado por el reverso desasosegaste de lo turbio. No por ese reflejo que al brillar en una mirada abre la espita de una excitación cómplice y perversa.
No. En esta ocasión, la falta de nitidez fluye desde el fondo de una mente perturbada. Se aúnan tristeza, daño, enfermedad y odio. Evidencia esa falta de carácter que se transmuta en agresividad sectaria, malos modos, falta de criterio y ausencia de empatía. Una tristeza bronca que emana de un espíritu irremediablemente dañado, herido, amputado.
Un modo de ser que ante el daño encuentra su justificación buscando enemigos sobre los que proyectar su odio. Odio que nunca cederá, porque, en el fondo, se odian a sí mismos. Y aunque lo saben, prefieren ocultarse la verdad y culpar al que no es de los suyos. Siempre hay alguien que no es como yo. Pero nunca podrás huir de ti.
Una mirada turbia sin final.
Así que llegue a agarrar el cielo. No en un abrazo, ni siquiera a manos llenas. Fue un secuestro, una invasión, una profanación con ánimo de hartazgo. Y el cielo, tan compresivo y acogedor, él, tan dionsiaco y pertubador, incitantemente irrechazable, emborrachó mis sentidos de tal manera de toda percepción quedo distorsionada, en una suerte de orgía onírica que me llevó a perder no ya el contacto, sino el todo y absoluto concepto de la realidad.
Y luego, ese cielo, tan juguetón y perverso, se tornó esquivo de repente, como el mar abriéndose ante las huestes de Moisés, mostrándome un camino sin opción, dejándome abandonado en la nada, huerfano de ese contacto cálido y poderoso que al agarrarlo sentí en lo más hondo de mi ser.
Una nada con recuerdo, con las sensaciones aún presentes en la piel y en el alma. Un cielo que cupo en un infierno, que arderá incesante, lacerante, en tortura infinita, sin final.
Y aún así, veo al trasluz la sombra de mi mano, estirada, buscando ese abrazo imposible una vez más.