Y no quise quedarme ahí. Igual que no fue suficiente con imaginar primero, desear después, hacer tangible más adelante y asumir al final que siempre hay más y el deseo tiende a volverse infinito.
Así que llegue a agarrar el cielo. No en un abrazo, ni siquiera a manos llenas. Fue un secuestro, una invasión, una profanación con ánimo de hartazgo. Y el cielo, tan compresivo y acogedor, él, tan dionsiaco y pertubador, incitantemente irrechazable, emborrachó mis sentidos de tal manera de toda percepción quedo distorsionada, en una suerte de orgía onírica que me llevó a perder no ya el contacto, sino el todo y absoluto concepto de la realidad.
Y luego, ese cielo, tan juguetón y perverso, se tornó esquivo de repente, como el mar abriéndose ante las huestes de Moisés, mostrándome un camino sin opción, dejándome abandonado en la nada, huerfano de ese contacto cálido y poderoso que al agarrarlo sentí en lo más hondo de mi ser.
Una nada con recuerdo, con las sensaciones aún presentes en la piel y en el alma. Un cielo que cupo en un infierno, que arderá incesante, lacerante, en tortura infinita, sin final.
Y aún así, veo al trasluz la sombra de mi mano, estirada, buscando ese abrazo imposible una vez más.
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