sábado, 18 de diciembre de 2010

Los dos extremos

El encuentro respondía a las expectativas. Desde el primer momento. Apareció en el lugar de la cita, con el abrigo ciñendo el cuerpo, la piel del rostro brillante, la boca carnal y en los ojos una mezcla de curiosidad y temor. Un torrente de voluptosidad y calor cuidadosamente vestida para la ocasión y con la mirada baja.

Desde luego, es una real hembra. Su cuerpo rotundo, generoso, redondo, magnífico, aprisionado en ropa de color negro que destaca unas formas excesivas. Deliciosamente excesivas. Aun así, no era una visión explícita. Rezuma sensualidad en cada gesto, ese aura que sólo encuentro en la mujer mediterranea. Una auténtica come-hombres, sí. Una devoradora que anuncia en cada poro de su piel el deseo que despierta en todo aquel que la ve.

Y ese prodigio de la naturaleza viene a hasta mi para ser sometida. Su mente anhela experimentar el mismo efecto que su cuerpo produce en los que la miran, ya sean hombre o mujer. La sensación de rendición incondicional que embarga a todo aquel que desee experimentar los placeres que esa esplendorosamente dispuesta estructura de piel y músculos anuncia.

Me ve sentado, tras el biombo, e intuye que soy yo. Se acerca, y percibo que toda esa seguridad que mostraba un segundo antes se ha desvanecido. Ya está por fin ante mi, y como supuse, no aguanta ni dos segundos la mirada. Rie nerviosa, se quita el abrigo, que libera toda su desbordante femineidad, y se sienta en el lugar que le ofrezco.

La conversación arranca sin fluidez. El juego de miradas lo abarca todo. La tenso, la libero; se enerva y relaja a intervalos regulares, y va teniendo un anticipo de lo que le espera. Por mi parte, me exijo toda mi capacidad de dominio para no sucumbir ante tales encantos. Una lucha excitante que sin embargo no debo dejar que se asome a mis ojos. A duras penas lo consigo, y siento como poco a poco va cediendo a mis acometidas, como su mente reconoce a la mía, y encuentra ese lugar conocido tras tantas y tantas charlas en el que se siente cómoda y protegida.

Más tranquila, recupera cierta presencia y trata de sacar sus armas. Le pregunto por las órdenes que tenía encomendadas. Para mi sorpresa, me anuncia que no viene como debiera. En ese instante, le hago poner de pie, apoyando la manos en la mesa y, con el cuerpo inclinado hacia adelante, le obligo a separar las piernas para verificar sus palabras. Lo hace mientras se preocupa por el hombre de la mesa de enfrente, que podría intuir perfectamente lo que está ocurriendo. Paso la mano entre sus muslos, noto su entrepiena húmeda, y la ausencia del plug en su entrada trasera.

Le doy dos azotes, y le digo que se siente. Muy lentamente, le explico que ha cometido una falta grave, y que habré de castigarla por ello. Agacha la mirada, y aunque trata de desafiarme con sus palabras, la obligo a plegarse a mis exigencias. Mientras acaricio su pecho, noto que baja la mirada, de nuevo, con una timidez impropia en un tipo de mujer como el tengo delante. Veo mi mano aprentando con firmeza mientras fija sus ojos en la mesa, entre pequeñas exclamaciones de sorpresa, y algo más. En ese instante, por fin, se encuentran los dos extremos que tanto tiempo se han deseado tocar.

Sí, indudablemente, es el maravilloso preludio de una jornada muy especial.

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