viernes, 11 de julio de 2014

El tiempo y la mano

Unas veces hay que darle la vuelta a las cosas. Otras se la dan ellas solas. Aquello de que nada es eterno. Por mucho cuidado que pueda poner, la fecha de caducidad está ahí. O el cambio de ciclo. O ciclos, pues cada devenir se encuentra inmerso en varios ciclos superpuestos. Los periodos son dispares, de tal modo que unas veces se aúnan para proporcionar a la vez sensaciones inigualables, otras insoportables, aunque lo más común es que habitualmente se compensen.

Algunos de esos ciclos son difícilmente manejables, vienen dados por el entorno, y la capacidad de adapción de cada cual es la que marca su impacto. Otros, aún siendo ajenos, permiten interacción y por lo tanto, está en la mano de cada uno modularlos en mayor o menor medida. Y hay otros que son particulares, internos, íntimos. En teoría, absolutamente controlables, pero en la realidad, tan inaprensibles como aquellos que nos contienen.

Supongo que algunos de ellos pasan desapercibidos, no se conocen y tan sólo se intuyen en ocasiones.

Pero todos ellos están ahí, pulsantes, cincelando ánimos, perspectivas, sensaciones y vidas enteras.

Hace tiempo que uno de esos ciclos tan particulares, de los del tipo que no se tiene constancia pero se intuyen durante mucho tiempo, pasó a tener una amplitud que actúa de envolvente sobre muchos de los demás. Tuvo un periodo largo, de baja frecuencia, y tomé conciencia de él en una circustancia extraña. Ahora sé que lo conocí en el momento de máxima amplitud positiva, y por eso durante mucho tiempo me parecía increible lo que traía.

Más adelante, noté invertirse la pendiente, y el viaje al extremo opuesto fue lento, largo y doloroso. Esa tendencia  volvió a cambiar, pero parece que ya ni la amplitud ni el periodo son los mismos. Quizá haya entrado en una fase de oscilaciones rápidas, que me impiden apreciar todo aquello que en aquel primer instante consciente tanto me asombraba.

Puede ser.

O puede ser que simplemente, ya conocí todo lo que debía de conocer, de las manos que debían mostrármelo.

Afortunadamente, he disfrutado mucho más de lo que he sufrido. Aunque, misteriosamente, los recuerdos de ambas sensaciones se aunan ahora en mi daño, provocando una suerte de hipoestesia átona absoluta.

Por vez primera en éste rincón, espero algo. Es quizá el síntoma definitivo de que ya no me queda nada que esperar. Mi instinto me dice que la fórmula se agotó y que carezco de capacidad para formular una nueva. Es la dulce muerte de los sentidos, que inexorablemente cubre los últimos coletazos de lo que una vez fue especial.

El tiempo no espera a nadie. Y no me esperará a mi.

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