martes, 21 de agosto de 2012

Un collar de perlas.


Redondas, de tamaño medio. Separadas por breves huecos que se separan y juntan al hilo de movimientos caprichosos, cerrando y abriendo volúmenes, aprisionando y liberando espacios, aleatoriamente.

En su uso natural, dibujan figuras sobre el pecho en el cual descansan, siguiendo el ritmo del andar que lo anima, el soplo del aíre que lo levanta y lo baja, embarrancando levemente a veces en las dos perlas naturales que coronan su confinamiento de tela y piel. Suenan, incisiva y puntualmente, al chocar entre sí, ejerciendo de canto de sirena, que viene a completar la visión de las esferas pulidas jugando y plegandose entre las formas voluptuosas de su refugio carnal.

Hay ocasiones que, sin embargo, su fino y sorprendente tacto se destierra a zonas del cuerpo no tan habituales. No es extraño verlo ceñir una muñeca, o un tobillo, transmutado en aristocrática pulsera; una suerte de ligadura lujosa, quizá anuncio de deseos ocultos. En esa disposción, apretada, hace que los choques sean constantes, el sonido más sinuoso y contínuo, y la lucha por el espacio provoca que las bolitas de nacar peleen entre sí, pellizcando a todo aquello que se acerca al campo de su batalla.  La vista pierde en intensidad, que sin embargo obtiene el tacto, a la vez que se sugieren escenarios menos explícitos.

Pero hay un lugar donde se encuentran como si nunca hubieran salido de su originario hogar. Aprisionadas en su concha, oscuras, ocultas a la vista, esperando aparentemente despertar. Ahora no son un ornamento dispuesto para realzar una belleza o sugerir pasiones ocultas. Son en si mismas, fuentes de deseo. Ocupan un angosto recinto, casi salado, húmedo y cálido y en estos momentos más perverso que íntimo. Y a diferencia de su lecho primitivo, no están solas. Tienen compañeras de cautiverio que les disputan la caricia del pálpito cavernoso que las acoge. Esa estrechez les hace revolverse, unas contra otras, traspasando su agitación al tejido adyacente. Sus pellizcos provocan escalofríos, y su presencia dan a su portadora un brillo inequívoco a sus ojos y un tono sutil a su piel que anuncia su excitación.

Una excitación no sólo física. Es más, pasado cierto umbral, no es ya ese contacto el estímulo principal, aunque entren y salgan mientras recorren cada pliegue descuidadamente o transmitan su presencia mientras la afortunada portadora camina con el tesoro en su seno. En ese instante, vibrante contrasentido, el collar oculto en la carne marca indeleblemente el espíritu que revela la condición de quien así lo viste.



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