martes, 16 de agosto de 2016

Sobre esa mesa

El lugar es relativamente reservado. La mesa en una esquina, a salvo de miradas indiscretas, dominando el local, da la necesaria privacidad. El día es caluroso, denso y pausado más allá de las cristaleras, y no hay un alma por la calle. Dentro, en una penumbra cómplice, el ambiente es relajado, fresco, y tranquilo por el momento. Y en apariencia no va a dejar de ser así. Ante mí la mesa de madera, sencilla, tiene una aspecto absolutamente corriente, muy alejado del papel de ara primigenia que en mi mente va tomando forma. Pues ahí, sobre la esa mesa, se ha de poner en breve la ofrenda que va a dar sentido a nuestro particular ritual.

Porque sí, algo de rito tiene el modo en el que se ha ido conformando el encuentro, desde las primeras letras y elogios mutuos, hasta alcanzar el punto de crear una particular ceremonia del deseo. Y es que de eso se trata, de poner fantasía, complicidad y deseo, todo junto sobre la mesa y volcarlos sobre la piel.

Veo una figura que ser recorta al trasluz bajo el dintel de la puerta, y unos ojos que tratando de acostumbrarse a la luz del lugar me buscan. Dejo que averigüe donde estoy, y no tarda más de diez segundos en hacerlo. Se acerca sonriente y con paso seguro se pone a mi lado mientras saluda con la mirada, sin decir nada. Viene vestida como en aquella foto que me mandó, lista para trabajar. Con un toque de provocación sin perder la elegancia. Veo que se fija en la vela y pierde algo de la seguridad que trae, a la vez que la sonrisa se hace más evidente. Y es que la vela está sobre la mesa, como cabía esperar.

La invito a sentarse a mi lado, con una indicación clara; debe hacerlo sobre el borde de la silla para quitarse la ropa interior que lleva y después abrir bien las piernas. Es algo que espera, pues sus ojos no parecen traslucir sorpresa, o no dejan que la vea. Una vez se saca la prenda le digo que la doble y la ponga encima de la mesa, como si fuera una servilleta, y llamo al camarero. Mientras se acerca, le indico que se ponga de pie con las piernas abiertas, tome el encendedor que le ofrezco y comience a encender la vela mientras nos toman nota de lo que vamos a pedir.  Su falda cae por debajo del borde de la mesa, lo que me permite meter la mano entre sus muslos y jugar con los pliegues calientes y húmedos que poco a poco se van mojando más y más. Trata, ahora nerviosamente, de encender la vela, mientras nos preguntan que vamos a tomar. No sabe a dónde atender, si a lo que parece la rueda infernal del mechero que no puede girar, a la mirada discreta del camarero sobre sus bragas dobladas sobre la mesa, a la pregunta de que desea tomar (su deseo ahora está tan alejado de lo que ese hombre con la libreta en la mano le puede traer) o a la mano que no para de jugar con su sexo y hace que su excitación crezca exponecialmente entre la caricia y la situación.

"Traíganos dos refrescos de limón. Muy fríos, con mucho hielo, por favor"

Agradece internamente no tener que hablar, y acierta a encender la vela mientras saco la mano de entre sus piernas y acaricio suavemente su mejilla mientras se sienta. Nota mis dedos viscosos y su propio olor, tan cerca, y mira fijamente a la llama, pensando que será lo siguiente.

"Luego vamos a ir a un restaurante que hay aquí cerca. He traido estos cubiertos para usarlos y que luego te los lleves de recuerdo" le digo mientras dejo una cajita con unos palillos chinos lacados a la vez que su boca busca mis dedos.

"Pero antes, hemos de acabar los refrescos." Y es que sobre la mesa descansa, entre los palillos, la vela y las bragas, un vaso lleno de hielo. Desde luego, no hay mesa como aquella, tan dispuesta para la ofrenda del deseo. Ni probablemente la vuelva a haber. O sí, quién sabe ¿verdad?

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