jueves, 9 de febrero de 2017

Dos palabras

Lo supe en el momento que salieron de mi boca. Quizá antes. Sabía que era un error. Hay cosas que no se deben hacer, ni se deben decir, aunque sean verdad. Pues es cierto, la verdad dicha no tiene remedio.

Aquello provocó la misma determinación en ambos, aunque no en el modo de hacerlo. Se hizo evidente en un instante lo que ya estaba interiorizado, y a partir de ese momento comenzó a quedar reflejado en cada mirada, en cada inflexión de la voz, en cada gesto.

Después, no supe asumir las consecuencias de ello. Puede que al ser el enésimo error concatenado, uno más no pareciera relevante, pero aquel marcó el final. Llegó con posterioridad el canto del cisne, placentero, único e intenso, pero ya con el indeleble sabor de que algo estaba irremediablemente roto y la inevitable bajada a los infiernos.

Es posible que pecara de soberbia, de creerme capaz de manejar cualquier situación y todo sentimiento a mi antojo, tanto propio como ajeno, y había dejado de ser así. Lo hice con anterioridad, y no he vuelto a hacerlo. O no de ese modo. Cuando ahora leo el tenue reflejo de lo que llegué a acometer, a veces me asombra la intensidad que desplegaba. Y sobre todo, la continuidad con que lo hice.

Sin embargo, nada es infinito en el hombre. Y aquel modo excesivo de fluir era insostenible. Supongo que la capacidad sigue ahí, y es posible que exista el estímulo que la haga salir como entonces. O con la fuerza de entonces. Porque si hay algo seguro es que nada será ya como antes. Aunque haya aprendido a callarme esas dos palabras, sin importarme si retumban en lo más recóndito de mi interior.

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