lunes, 24 de septiembre de 2018

Azotes

Se acaba de doblegar como nunca hasta ahora. Claro que eso es algo que se puede decir de cada uno de nuestros encuentros. Más y más, dando un paso más allá en cada ocasión. Quebrando aquellas aristas de su voluntad que no son necesarias para el devenir de lo que va tomando poco a poco forma. Quiebros medidos, introducidos sutilmente en el flujo de actos naturales que va acometiendo, al estilo del pinchazo de la aguja tras unas palmadas preparatorias en la zona a recibir la vacuna. Duele, cuesta y han de hacértelo para que la eficacia sea la adecuado y el dolor no sobrepase umbrales indeseados, para acabar recibiendo con alivio la sensación de incomodidad que queda tras retirar la jeringa.

Hoy se ha prostituido en cierto modo. Ha pagado por recibir el placer que le provoca disfrutar del deseo de sus más bajos instintos. Una puta a la inversa, pagando a su chulo para que la maltrate y pueda disfrutar de ello. Cada una de las líneas de su rostro dibujaban el dolor del quiebro mientras su coño volvía invitablemente a delatar su carácter de zorra impúdica. Susurra las palabras que no se atreve a soltar y no quiere dejar de decir, el dinero en la mano, la mirada perdida y los muslos abiertos.

"Por favor, Señor"

Noto como parece que le arranco algo de su interior al tomar el dinero, y su cuerpo está tenso y desmadejado a la vez, como un retazo de la intensa paradoja que dentro de su cabeza está desbordándose hacia todo su ser. Recibe el primer azote y gime, vibra mientras cierra los ojos. Un nuevo dique ha caído, y ya ha perdido la cuenta de los que van, sin querer saber cuantos quedan aún, pues ahora sabe que el límite está mucho más allá de dónde había imaginado, y prefiere no hacerse preguntas que la llenan de un desconocido temor.

Una vez rota, la mano que la agarra con firmeza del pelo la tira al suelo, situándola arrodillada sobre el asiento del sofá. Esconde su cara entre los sillones, y ahoga los gritos de placer que le provocan los azotes incesantes que caen sobre sus nalgas. No sobre su sexo mojado y hinchado, sino sobre toda la zona ofrecida que lo rodea. Y siente venir el placer, el incontenible placer que ya no es capaz de evitar desde que le ha sido arrebatado todo  control sobre su deseo y actos. No tiene voluntad que no sea la de aquel que la azota inmisericordemente. La urgencia estalla en su cabeza, y aunque no quiere decirlo, sigue sin querer pedir, las palabras brotan jadeantes y tensas de sus labios, teñidas de una suavidad vergonzosa que colorea su ánimo de puta claudicante:

"Por favor, Señor, permiso....."

No tocan su sexo. Solo su piel, su carne sensible y golpeada, y aún así, se viene una y otra vez, sin solución de continuidad.

Mientras, aquel que la azota sabe que uno de sus más oscuros deseos ya está en camino. Y que se materilizará sin mucho tardar, tan inconteniblemente como ahora está ocurriendo.

Divino placer el de azotar a una divina zorra. El placer de disfrutar de aquello que es verdaderamente único e irrepetible.

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