lunes, 26 de febrero de 2024

El amor a Dios

Me miró profundamente a los ojos, con la placidez que sólo es posible desde la calma absoluta. Una calma que nació de haber conseguido encarnarse en aquello que jamás imaginó que sería capaz de aceptar. Y entonces lo dijo. Usó una fórmula aparentemente dubitativa para reflejar la inabarcable certeza. Tan inmensa, tan definitiva, que, ahora lo sé, no supe asimilarla por completo.

Fallé. Me quedé con las palabras, y no con lo que decían. Así fue cómo, después de haber creado lo más perfecto que construí jamás, quedé superado por la magnitud de mi propia obra. Podría decir que fue un momento de debilidad, de ofuscación pasajera o falta de sensibilidad momentánea, pero no. Fallé del modo que nunca creí que lo fuera hacer, lo único que no me podía permitir. Dejé de observar, dejé de anticipar, dejé de guiar y me quedé en la comodidad de la literalidad, sin saber ver más allá de lo que parecía evidente y no lo era en modo alguno, aunque "tenía que haberlo sido".

Pese a que la ocultó admirablemente, noté la decepción, y en vez de abrir los ojos, persistí en seguir siendo vulgarmente literal. Ahí murió su Dios, y toda razón para ser aquello que en un principio negana que pudiera ser. Es fácil tener el amor de un Dios, sólo hay que alabarle, honrarle, y adorarle. Pero mantener el amor a Dios exige que éste no deje de ser alabable, honrable, adorable, ni tan siquiera por un segundo.

Dios perdonará tus dudas, pero tú nunca perdonarás que dude a Dios. Y mucho menos después de entregarte entera a Él.

Sólo es duro ser Dios para quien no lo es.

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