viernes, 24 de enero de 2014

El otro lado del espejo

Amanece, despacio, más lentamente que otros días. Esos otros días eran oscuros, pesados, de color de frío y ambiente de vacío. Hoy la forma de las nubes también anuncia una temperatura anormalmente baja allá arriba, y el viento lo confirma golpeando con cachetes helados. Pero el cielo es azul, brillantemente azul, de ese azul invernal que parece quemar, y los recortes en blanco matizados de gris se dibujan como si fueran pequeños icebergs suspendidos del infinito. Icebergs etéreos, caprichosos y juguetones, que cambian de forma estirandose perezosamente entre las ráfagas de hielo que pretenden desgarrarlos, y sólo consiguen aumentar el carácter de antojo de sus formas modeladas.

Sobre ese azul se reflejan mis ojos. También llevan unos días sin ver, o, más bien, no queriendo mirar. Los veo lejanos, vidriosos tras el manto de la febrícula, y sin ningún ardor. No parecen tener color, aunque su forma está bien marcada, carecen de matices. Están a juego con el ambiente. O parecen estarlo. Aunque, quizá, tan sólo están ocultando una vez más lo que tienen detrás, desmitiendo a la sonrisa y al gesto amable que les acompaña.

Trato de asaltar el plano tras el espejo, queriendo buscarme por fin allí. Una búsqueda inútil, ya lo sé. Lo sé porque sé donde estoy. Pero por eso mismo, me asomo una y otra vez tras el cristal, esperando que algo haya cambiado esta vez. Y nada lo hace, cada vista robada es igual a la anterior.

Y el espejo continúa obstinadamente devolviéndome la mirada, una mirada que me invita burlonamente a pasar al otro lado, a ese lado donde ya sé que no hallaré nada. Y el juego sigue, una y otra vez, inmutable. Eterno. Sin final.

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