domingo, 31 de agosto de 2014

Agua de sal

La mañana anuncia un día cálido. Quizá demasiado para pasarlo entero en la playa, pero ahora que estaba allí, no iba a pararse a pensar si era conveniente o no. Iría.

Esperaba su llamada, aunque no sabía cuando. Pero llegaría. En todo caso, las instrucciones eran concretas, y sólo pensar en ellas le hacía reaccionar. Y para que no se le olvidara nada, llevaba en las muñecas el recuerdo constante de quien le había indicado lo que debía hacer, y como.

El teléfono sono antes de salir. Era lo que esperaba, y su cuerpo respondió de inmediato. La voz al otro lado surgió como de costumbre, tranquila y divertida, y tras tomarle el pulso le recordó punto por punto todo lo que debía hacer. De despedida, dos azotes y dos tirones. Al instante. Delante de todo el mundo.

Tumbada en la toalla, sólo vestida con las pulseras en sus muñecas, acabó con la última tarea. La toalla, mojada, daba fe del empeño que puso en cumplirla. Se levantó, con los muslos empapados, y se dirigió al agua.

El calor la rodeaba, invadiéndola por completo, y se acercó despacio a la orilla, disfrutando del febril encanto del momento. Se sumergió, poco a poco, y el frescor dibujó el contraste con el calor de su piel, envolviéndola, meciéndola.

Sintió que se deshacían los nudos que la ataban a unos usos y costumbres que ya no iban con ella. Que se disolvían las trabas que le impedían ser. Que se llenaba de la fuerza que necesitaba para tomar decisiones largo tiempo postergadas. Que sus miedos, por un momento, se desvanecían y dejaban salir a un nuevo yo.

La intensidad se convirtió en calma, y allí dentro, en el agua de sal, se sintió renacer.

El milagro de la vida, al borde del mar. Con calor y sal.

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