Aquel
lugar era curioso. Aparentemente sofisticado, y bien cuidado, invitaba a
relajarse y disfrutar.. Ademas, tenía servicio de habitaciones.
Ella venía sugerente, como de costumbre, incitante y con ganas de jugar, según su carácter y puta, muy puta, lo que corresponde a su naturaleza. Sin embargo, ese día tuve la sensación que venía subida de más. Así que llamé al servicio de habitaciones y pedí un cubo de hielo. Y me lo trajeron.
En un instante, ya no estaba tan graciosamente impertinente. Y me gustó apreciar en su mirada temor y curiosidad a parte iguales.
Ni siquiera la quise desnuda. Solamente, las bragas fuera y doblada sobre la cama, el culo en pompa y las piernas abiertas. Tomé un hielo y le obligué a chuparlo. Diez segundos, no más, pasó a mi mano y puse otro en la boca. El de la mano entró solo en su coño hirviente, sin dificultad. Y así, cada diez segundos, más o menos, se repitió la operación diez veces, o más.
Sus manos agarraban crispadas la sábana, mitad desconcertada mitad excitada. Sin que supiera lo que hacía ni pudiera ver nada, me puse a su espalda, me bajé los pantalones, la agarré del pelo y entré en ella.
La sensación fue excelsa, la mezcla de calor y frío, en el umbral del placer y el dolor. Ella se retorcía, jadeaba, suplicaba que no siguiera. Y seguí.
Al terminar, al salirme de su interior, una cascada de agua fría resbalaba por sus muslos. No llegó al climax, y yo obtuve uno de los mejores orgasmos que haya podido disfrutar.
Y ella aprendió lo que significa ser usada como objeto de placer. Y nunca volvió a ser impertinente.
Ella venía sugerente, como de costumbre, incitante y con ganas de jugar, según su carácter y puta, muy puta, lo que corresponde a su naturaleza. Sin embargo, ese día tuve la sensación que venía subida de más. Así que llamé al servicio de habitaciones y pedí un cubo de hielo. Y me lo trajeron.
En un instante, ya no estaba tan graciosamente impertinente. Y me gustó apreciar en su mirada temor y curiosidad a parte iguales.
Ni siquiera la quise desnuda. Solamente, las bragas fuera y doblada sobre la cama, el culo en pompa y las piernas abiertas. Tomé un hielo y le obligué a chuparlo. Diez segundos, no más, pasó a mi mano y puse otro en la boca. El de la mano entró solo en su coño hirviente, sin dificultad. Y así, cada diez segundos, más o menos, se repitió la operación diez veces, o más.
Sus manos agarraban crispadas la sábana, mitad desconcertada mitad excitada. Sin que supiera lo que hacía ni pudiera ver nada, me puse a su espalda, me bajé los pantalones, la agarré del pelo y entré en ella.
La sensación fue excelsa, la mezcla de calor y frío, en el umbral del placer y el dolor. Ella se retorcía, jadeaba, suplicaba que no siguiera. Y seguí.
Al terminar, al salirme de su interior, una cascada de agua fría resbalaba por sus muslos. No llegó al climax, y yo obtuve uno de los mejores orgasmos que haya podido disfrutar.
Y ella aprendió lo que significa ser usada como objeto de placer. Y nunca volvió a ser impertinente.
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