Atravesó el dintel de la puerta. Puerta que le parece la antesala del
infierno. Nadie le obliga o incita a pasar, ni tira de ella. Lo hace por sí
misma.
Está en su interior, en lo más íntimo de su ser. Un convencimiento
profundo de que está haciendo lo que quiere y debe hacer. Aunque le
invada el deseo de dar la vuelta y salir corriendo, pues sin saber
con toda certeza qué le espera al entrar, lo que le deja ver su
intuición y sus experiencias pasadas le aterra. Ha atravesado líneas
similares varias veces con anterioridad, pero ninguna le provocó la intensidad y
profundidad que siente esta vez. Nunca antes notó como ahora la amenaza de un riesgo
inabarcable, diría que mortal. El estrés la está matando y el miedo la
paraliza. Miedo puro, esencial.
Sabe que tiene que hacerlo, aunque le vaya la vida en ello. Vida que
va a ser diferente para siempre, que ya es diferente, indeleblemente
marcada antes de empezar. Y es posible que cuando acabe lleve marcas
también en la piel, en la carne, en su cuerpo, pero ninguna tan
definitiva y eterna como la que ha recibido al traspasar el umbral.
Mira alrededor, se estremece y siente que bajo su escogida y cuidada
vestimenta (aunque no tanto como le hubiera gustado a ella llevar, mas en la
vida hay situaciones que no permiten escoger ni esperar, y esta es una
de ellas) nota el sudor frío que la recorre, formando una inconcebible
mezcla a la que se une el miedo y una inevitable obligación de servir.
Pues para eso está allí, para servir, y dar la última gota de su impulso y voluntad si es menester. Le cueste lo que le cueste.
Mira al techo, lóbrego y luminoso a la vez, y su vista se alza más
allá, mirando a un dios invisible e inexistente, al que sin embargo se
encomienda en silencio, y quedada y resueltamente le suplica en la busca
de un último aliento que le infunda valor y esperanza:
“Adelante, en Sus manos estoy”
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