martes, 31 de marzo de 2020

Vocación

Atravesó el dintel de la puerta. Puerta que le parece la antesala del infierno. Nadie le obliga o incita a pasar, ni tira de ella. Lo hace por sí misma.

Está en su interior, en lo más íntimo de su ser. Un convencimiento profundo de que está haciendo lo que quiere y debe hacer. Aunque le invada el deseo de dar la vuelta y salir corriendo, pues sin saber con toda certeza qué le espera al entrar, lo que le deja ver su intuición y sus experiencias pasadas le aterra. Ha atravesado líneas similares varias veces con anterioridad, pero ninguna le provocó la intensidad y profundidad que siente esta vez. Nunca antes notó como ahora la amenaza de un riesgo inabarcable, diría que mortal. El estrés la está matando y el miedo la paraliza. Miedo puro, esencial.

Sabe que tiene que hacerlo, aunque le vaya la vida en ello. Vida que va a ser diferente para siempre, que ya es diferente, indeleblemente marcada antes de empezar. Y es posible que cuando acabe lleve marcas también en la piel, en la carne, en su cuerpo, pero ninguna tan definitiva y eterna como la que ha recibido al traspasar el umbral.

Mira alrededor, se estremece y siente que bajo su escogida y cuidada vestimenta (aunque no tanto como le hubiera gustado a ella llevar, mas en la vida hay situaciones que no permiten escoger ni esperar, y esta es una de ellas) nota el sudor frío que la recorre, formando una inconcebible mezcla a la que se une el miedo y una inevitable obligación de servir.

Pues para eso está allí, para servir, y dar la última gota de su impulso y voluntad si es menester. Le cueste lo que le cueste.

Mira al techo, lóbrego y luminoso a la vez, y su vista se alza más allá, mirando a un dios invisible e inexistente, al que sin embargo se encomienda en silencio, y quedada y resueltamente le suplica en la busca de un último aliento que le infunda valor y esperanza:

“Adelante, en Sus manos estoy”

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