martes, 22 de abril de 2014

Espirales de caramelo

El primero me sorprendió a traición. Era un día de niebla. Tan espesa que ni siquiera los aviones se atrevían a atravesar las nubes para ver el sol. Y eso que de vez en cuando parecía entrar un rayo. Pero no, eran reflejos que provenían de los artefactos que se movían a ras de suelo. Cuando me di cuenta, estaba pegado a él. Es lo malo del caramelo si no lo tomas de frente; se te pega a la ropa, y deja un rastro indeleble. Traté de descender por su contorno suave, alabeado, pero el pegajoso caramelo me retenía, dando tirones, arrancandome la ropa, y casi la piel. Hasta que no bajé más, y me quedé prendido, a media altura, camino del infierno cuando pensaba que había tocado el cielo. Cuando llegue a casa, una sensación de derrota se unió al dolor y a la ropa destrozada, y comprendí que siempre hay que dar la cara a los espirales.

El segundo lo vi venir. Ya sabía como se las gasta esa maldita hélice edulcorada, así que me dispuse a recibirla y deshacerla como sólo yo sé. La saboreé despacio, lentamente, consintiendo y obligando, más como un torero que como un degustador de dulces. Me deslizaba con suavidad, recorriendo con mi lengua cada recoveco, haciéndolo mío, sintiendo la victoria. Ese día era luminoso, brillaba el sol, y la bebida fría acompañaba cada lametón, de un modo casi voluptuoso. Di vueltas y vueltas, disfrutando el recorrido, paso a paso, tan ligero que me sentí volar. Y tan seguro, que decidí guardar un poco para más adelante, y no apurar el dulce hasta el final. Cuando llegué a casa, a la sensación de ligereza se le unió una sombra de liviandad. No le quise prestar atención y me forcé a sentirme plenamente satisfecho.

Unos días después, al sentarme, note un bulto que se apretaba contra mis nalgas. Me levanté y no vi nada en la silla. Pasé la mano y la note pegajosa, y al llevar los dedos a mis labios, noté un sabor conocido. Me alteré, pues enseguida supe de que se trataba. Pero no quería saberlo. Me llevó varios días pasar la mano por el pantalón y descubrir que estaba roto. Había un agujero, producido por un desgarro. Un tirón que no pudo soportar al quedarse pegado. El inequívoco rastro del espiral estaba allí. Otra vez a mi espalda. Esa liviandad inquieta que nunca se fue, acabó por engullirme. Y conforme dibujaba la silueta del agujero, sentía como resbalaba por el tobogán, hacia abajo. Cada vez más rápido. Ahora ya, no quedaba ni un átomo de azúcar que frenara el descenso. Derecho, a lo más profundo del infierno. Esta vez, sin paradas.

Eso pasó hace tiempo. Volví del averno, y me propuse ser más cauto. Hace unos pocos días, volvió a rondarme uno. Lo vi venir, reconcí su sabor, sentí su liviandad. Ahora ya sé lo que no he de hacer. Me aparté a un lado. Viene a buscarme, lo sé. Pero nunca jamás volveré a deslizarme por uno de ellos.

No hay que subestimar a los espirales de caramelo. Aunque sonrían, siempre amargan.

No hay comentarios:

Publicar un comentario