miércoles, 13 de mayo de 2015

El espía y la perdiz

No es puntual. Nunca. Es más, ni siquiera aparece cuando se le espera. Pero tampoco deja de hacerlo siempre que no se cuenta con él. Sus visitas son casi casuales, pero invariablemente han dejado un rastro de premeditación. Una curiosa mezcla, aunque no más que otras que solía ofrecer.

El reclamo era evidente. Un cuerpo macizo, voluptuoso, pleno de curvas y contrastes, es el cebo perfecto. Perfecto, siempre que ofreciera, en cada ocasión, un matiz diferente a la anterior. Un plano, una detalle, una pose, un gesto. Algo. Algo que delatara el tórrido carácter que acompaña a tan desbordante carnalidad. Porque en el fondo es eso lo que más parece estimularle, la sombra de la perversa sexualidad que emana de cada poro, y que crece exponencialmente al saberse observada. De hecho, en cada nueva imagen robada al tiempo, hay un poso en el fondo de su mente que la impulsa a descarar con sutileza los pensamientos que rondan por su cabeza. En secreto, por supuesto.

Un espía aislado en un mundo ajeno al suyo, que parece traspasar, de vez en cuando, toda barrera imaginada para hacerle sentir los ojos en cada milímetro descubierto de su piel. Esos momentos son especiales. Mucho más que aquellos en los que explícitamente (dentro de lo explícito que puede llegar a ser, que no es mucho) le dice cuanto le agrada observarla, como le gusta su aroma, como le inspiran sus formas (e incluso lo que a veces haría con ella).

Pero ambos se conforman, a veces a duras penas, con permanecer en sus realidades disjuntas, conscientes de la imposibilidad de materializar el contacto que tantas veces rondó por sus mentes. Aunque los juegos hagan notar el calor, y disparen el deseo, que brota con efluvios intensos, en bocanadas de aromas densos que nublan el entendimiento, y los acercan hasta casi tocarse.

Mas la perdiz que los vigila, a pesar de sentirse mareada con semenjante despliegue sensorial, siempre acierta a meter a cada uno en su jaula.

Y allí se queda, equidistante de ambos, tomando aliento, mientras las cortinas de cada una de las prisiones cotidianas encierran, con inmisericorde frialdad, los restos del alboroto que provoca el espía en cada visita.

Hoy no es el día. No vendrá. Dejaré la ventana abierta para que pueda mirar

Un regalo despreciado

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