No es puntual. Nunca. Es más, ni siquiera aparece cuando se le
espera. Pero tampoco deja de hacerlo siempre que no se cuenta con él.
Sus visitas son casi casuales, pero invariablemente han dejado un rastro
de premeditación. Una curiosa mezcla, aunque no más que otras que solía
ofrecer.
El reclamo era evidente. Un cuerpo macizo, voluptuoso,
pleno de curvas y contrastes, es el cebo perfecto. Perfecto, siempre que
ofreciera, en cada ocasión, un matiz diferente a la anterior. Un plano,
una detalle, una pose, un gesto. Algo. Algo que delatara el tórrido
carácter que acompaña a tan desbordante carnalidad. Porque en el fondo
es eso lo que más parece estimularle, la sombra de la perversa
sexualidad que emana de cada poro, y que crece exponencialmente al
saberse observada. De hecho, en cada nueva imagen robada al tiempo, hay
un poso en el fondo de su mente que la impulsa a descarar con sutileza
los pensamientos que rondan por su cabeza. En secreto, por supuesto.
Un
espía aislado en un mundo ajeno al suyo, que parece traspasar, de vez
en cuando, toda barrera imaginada para hacerle sentir los ojos en cada
milímetro descubierto de su piel. Esos momentos son especiales. Mucho
más que aquellos en los que explícitamente (dentro de lo explícito que
puede llegar a ser, que no es mucho) le dice cuanto le agrada
observarla, como le gusta su aroma, como le inspiran sus formas (e
incluso lo que a veces haría con ella).
Pero ambos se conforman, a
veces a duras penas, con permanecer en sus realidades disjuntas,
conscientes de la imposibilidad de materializar el contacto que tantas
veces rondó por sus mentes. Aunque los juegos hagan notar el calor, y
disparen el deseo, que brota con efluvios intensos, en bocanadas de
aromas densos que nublan el entendimiento, y los acercan hasta casi
tocarse.
Mas la perdiz que los vigila, a pesar de sentirse
mareada con semenjante despliegue sensorial, siempre acierta a meter a
cada uno en su jaula.
Y allí se queda, equidistante de ambos,
tomando aliento, mientras las cortinas de cada una de las prisiones
cotidianas encierran, con inmisericorde frialdad, los restos del
alboroto que provoca el espía en cada visita.
Hoy no es el día. No vendrá. Dejaré la ventana abierta para que pueda mirar
Un regalo despreciado
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