Me gusta llegar al frutero, y dejar que me seduzcan por su aspecto. Después, tomo una, la sopeso, la tanteo dejando que llene mi mano, sin dejar de mirar las otras, y repito la operación varias veces. Suelo quedarme con la primera que tomé, adelantando el contenido por su olor, anticipando su textura y sabor. Nada más clavar el cuchillo me dice si va a responder a mis expectativas o no, casi con certeza. Pero guardando un lugar para la sorpresa.
Me gusta asimismo pelarlas despacio, sacando la piel en una única tira continua, con calma y sin precipitarme. Es como un ritual. Acaba desnuda, en mis manos, lista para que la desgaje y siga penetrando en su interior. Tiene algo de salvaje deshacer ese puzzle esférico perfecto, abrir toda su carne mientras el jugo comienza a resbalar entre mis dedos.
Me gusta separar con cuidado el corazón, apretado y de ordinario más dulce que el resto del cuerpo. Lo dejo para el final, mientras los sentidos se centran inconscientemente en el sabor, el color, el aroma, la suavidad y el suave y a la vez seco sonido que emergen al rasgar cada gajo. Una mezcla de sensaciones que explota en la boca al morder la fruta, y que se torna especialmente placentera si resulta ser tan dulce como se espera. Y si no, si deja un toque amargo, queda el corazón para ajustar el balance al final. Pues seguro que la elección no fue mala, y contiene el secreto que indicó a la intuición que es esa y no otra quien debió ser tomada.
Sí, me gustan mucho las naranjas.
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