lunes, 27 de mayo de 2013

Cuando se paró tiempo


"Bajó del autobús, en aquella pequeña ciudad de provincias. El otoño iba cortando los días, y el sol calentaba aún lo suficiente para que las ráfagas de viento que se iban espaciando no resultaran del todo incómodas. Al entrar en el vestíbulo de la estación, le vio. Un gesto de contrariedad se dibujó en su cara. Tenía que cumplir unas órdenes muy concretas que esperaba disimular en los aseos, y ahora no podría hacerlo. Se colocó el pañuelo alrededor del cuello, aún sabiendo que él no tardaría en comprobar si había sido obediente.

Él se acercó como de costumbre, mirando a los ojos, fijamente, con una media sonrisa creciente tomando su cintura. Tras su presentación habitual, vio como se centraba en el pañuelo, y como la sonrisa tomaba un aire diferente. La conocía bien, y bajó los ojos.

- Me parece que no has cumplido con lo que te ordené. ¿Donde está el collar?

- En el bolso. Me lo iba a poner al llegar.

-Ya, y yo, ¿qué te dije?

- Que lo llevara puesto en el autobús

- Y tú has decidido que no. Bueno, ahora arreglaremos eso.

Fijó la mano bien en la cintura, y sintió como bajó hasta la nalga derecha, llevándola así hasta el coche. Ocuparon los asientos, y antes de arrancar, le mandó abrir las piernas y subirse la falda. Sí, desde luego, iba a comprobar el cumplimiento de todo lo indicado. Y comprobó que no. La mirada se hizo dura, y ni siquiera la visión de delicioso conjunto que estrenaba para él en esa ocasión la hizo ablandarse.

Se pusieron en marcha, y al tomar la carretera, sintió su mano acariciando entre sus muslos, y al llegar a la tela que no debía estar allí, notó como aprisionó con fuerza todo que estaba cubierto. Con tanta fuerza que se dobló hacia adelante por el dolor, y trató de desasirse. Pero la mirada dura le hizo apartar las manos, y la voz sonó más dura aún.

- Y ésto, tampoco. Parece que crees poder hacer lo que te viene en gana

Arqueó de improviso la caderas, y consiguió desasirse. Un sonoro azote en el interior del muslo la devolvió a la posición original, y la mano de nuevo asió con fuerza su presa.

- Está bien, veo que las palabras no te hicieron entrar en razón. Probaremos otra cosa.

El camino hasta el destino fue silencioso. Por fin en la habitación, le hizo desnudar y ponerse el collar.

- Así tenías que haber venido. Pero no te preocupes, no lo olvidarás.

Le vendó los ojos, y sintió como le ataba las manos y las fijaba al dosel de la cama. Estaba levemente de puntillas. Y entonces comenzó a detenerse el tiempo. Sintió dolor, por primera vez, sin placer asociado. Un dolor creciente, aplicado metódicamente, sin la menor intención de provocar sensaciones de deseo. Un dolor que se iba haciendo sordo, con punzadas insoportables. De vez en cuando una mano abría sus labios, que estaban secos, rigurosamente secos. El rictus de su cara reflejaba una tensión en aumento. Salieron los primeros gritos, las primeras lágrimas. La respiración era cada vez más agitada y no había lugar a la relajación. Un agitación densa, casi convulsa la invadía. Estaba a punto de explotar y mandarlo todo a quién sabe donde.

Un sonoro azote fue el último. Se sentía nerviosa, dolida, dolorida, injustamente tratada. Su precioso pelo negro le caía desordenadamente por la cara, dando a la imagen un aspecto casi animal. Resbalaban las lágrimas por las mejillas, y la leve elevación que le impedía posar los talones en el suelo le hacía sentirse absolutamente rota y vulnerable.

Estuvo así un par de minutos, aunque ella pensó que fue mucho más tiempo. Su mano apartó los cabellos de la cara, recogieron las lágrimas y sintió el calor del cuerpo que se acercaba. Lo rehuyó, todo lo que pudo, pero siguió aproximándose. Ya no podía huir más, y fue cuando comenzó a escuchar aquellas palabras. Suaves, firmes y decididas. No podía creer lo que estaba pasando. Según iba escuchando, la tensión iba mutando, su cuerpo se relajaba, la respiración dejó de ser nerviosa sin perder el ansia, el regusto del dolor volvía a tener esa sensación placentera, el grito que le nacía de dentro se convirtió en un incontenible gemido, se secaron las lágrimas. Su cuerpo estaba aprisionado contra el poste de la cama por otro cuerpo que la envolvía, de nuevo se sintió protegida, y que toda su confianza regresó para llenarla.

La mano entre sus piernas certificó el asombroso giro. Todo su estado había cambiado. Y los minutos volvieron a pasar del modo acostumbrado. Pero nunca olvidó de aquella tarde en la que se paró dolorosamente el tiempo."

Fue la primera vez que apliqué un catigo. Desde entonces, sólo lo volví a hacer en una ocasión. No sé, no he sentido necesidad de modificar conductas de otro modo, siempre he visto un camino alternativo que se me antojaba más eficaz. Y aunque hago un análisis muy frío para evaluar ciertas acciones, al final dejo que las sensaciones tengan su peso en la decisión final.

Aquel día tenía meditado que en la próxima ocasión que cometiera una falta la iba a corregir así. Y últimamente, se sucedían demasiado a menudo, supongo que por haber caído en cierta complacencia derivada de la costumbre. A pesar de los avisos, no ponía cuidado. Sin embargo, el final de todo ello derivó en una grata y absolutamente inesperada sorpresa, tanto por su parte como por la mía. No lo he vuelto a repetir un cambio de espíritu  tan brusco con tanta intesidad; pero aprendí cuan al filo se juega en ocasiones, y lo tenues que son las fronteras que se visitan. Quizá el embrujo de todo esto radique ahí.

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