martes, 3 de septiembre de 2013

En la penumbra

La leve luz del atardecer, ya casi noche, deja sus últimos retazos en la habitación. Poco a poco, la oscuridad gana terreno. Una figura se enrosca en mis rodillas, tensa , ebria y pulsante. Palpitante. Noto las descargas que recorren el cuerpo en cada toque de la mano; al tiempo que su forma se difumina en los contornos de la penumbra, se va delineando con precisión una presencia que crece de dentro hacia afuera. Ora impulsiva, ora mecida, jadeante, surrante, en un vaiven delicioso, infernal, siempre creciente, siempre intensa.

Se suceden los golpes y las caricias, recibidos con suspiros, sin distinción, cada vez mas urgentes. Ni siquiera las pausas atemperan un ansia que requiere una calma en apariencia largamente esperada, aunque sólo hayan pasado dos semanas.

Llega el éxtasis, duro, crispado, violento, mojado. El cuerpo difuminado parece querer fundirse en la sombra que se recorta contra la tenue y casi imperceptible claridad que aún entra por la ventana. Y comienza a deslizarse despacio, desmadejado y pleno, colocando la frente caliente sobre el frío gres, en una posición que ya adopta tintes de ceremonial, casi sagrado.

Los brazos extendidos, el pecho en el suelo, arodillada y con toda su intimidad ofrecida, abierta y entregada. Una calma relativa disimula el temperamento que no cesa. Un simple roce hace surgir de nuevo los suspiros mientras las caderas se elevan, pidiendo más, y más, y más. Entregando más, y más y más.

Porque hay más, mucho más. Mas no hay prisa.

Sujetando con suvidad el menton, le hace elevar la cabeza. Se funden las miradas, con ojos que calladamente dicen lo que mil palabras jamás podrán contar. E igual que ella me vio en los míos, yo me encontré en los suyos.

Y es que en ese instante se concentra (shhhhhhh) el secreto del deseo y la eternidad. Una eternidad que mañana comienza de nuevo. Pidiendo y dando más. Y más. Y más

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