jueves, 29 de agosto de 2013

La atalaya del parque

Es un rincón especial. Un oasis de calma dentro de una zona concurrida. Con sus zonas de sombra, reservadas, pese estar en alto y ser visible desde todo el parque. Los arboles, tupidos, y su propia forma, curva, crean un lugar desde donde se puede mirar sin ser visto.

Y no sólo mirar. Tiene además el encanto de, ahora que impera un tufo rancio estancado por doquier, de guardar la memoria de la última época de aire fresco que sopló por Madrid; hace tanto ya de eso que no me acuerdo bien.

Para mi tiene un significado especial. Fue el primer lugar donde propiné una azotaina al aire libre. A plena luz del día, en una deliciosa tarde de otoño. Siendo fiel a mi costumbre, cuando conocí el sitio apunté mentalmente los usos que podría darle, sin pensar en un acto concreto. Y aquella tarde, se unieron memoria y perversidad para dar forma a lo que luego resultó un momento iniciático único.

Es uno de esos espacios que preservo con mimo, para no manchar recuerdos y ni crear agravios entre ellos.

Hace dos tardes, un poco por azar, un poco por deseo, mis pasos me encaminaron a ese lugar. Esta vez iba sin compañía, mas no solo. Al otro lado del teléfono alguien aguardaba su premio. Un bien ganado premio. Había dejado el coche a la sombra, y esperaba dar cuenta de lo que aguardaba desde allí, pero al alzar la vista vi la los árboles circulares en lo alto, y el fogonazo iluminó todo mi rostro. Sí, que mejor lugar para desarrollar otro inicio.

Así que mientras subía, y ya puesta en jurisdicción y forma, allá en una habitación a escasos kilómetros de allí, le fui contando a donde me encaminaba y lo que ocurrió entonces. El efecto fue inmediato. Y se fue incrementando mientras desgranaba detalles del lugar y de la historia. Una vez apoyado sobre el mismo sitio que en otro tiempo se situaron unas manos crispadas, me dejé llevar por el ritmo del acto que revivía en mi recuerdo, y que servía de correa de transmisión de sensaciones nuevas. El jadeo me transmitió la urgencia y el ansia que emanaban al otro lado del teléfono, y en el momento adecuado, la palabra justa ordenó consumar el acto. Dos breves segundos bastaron, mas no fueron suficientes. Sí, el espíritu de esa atalaya se transmitía con intensa suavidad hasta el suelo de aquella habitación, donde la frente reposaba sobre frío gres, dispuesta aún a dar más.

Más hubo. Sin mucho esperar. Y pudo haber más, y más y más, pues siempre tiene más. Parece no haber un final. Pero esta tarde no era el momento. Aún no. Habrá otras tardes. Esta vez con compañia. En la atalaya, en la habitación o en cualquier lugar que se preste a la ocasión. Pues mundo lleno de posibilidades no debe reducirse a un escenario o dos. Y ya queda menos para que el verdadero comienzo tenga lugar.

Cada segundo, es uno menos, sí. Transcurren lenta e inexorablemente. Y comencé a saborear la cuenta atrás desde la aquel rincón secreto. Pues tamaño temperamento no merece un marco menor. Por supuesto que no.

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